Otros noviembres

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Hay una intensidad particular en estos días, entre de los sentidos y el espíritu, que lo ancla a uno en el presente y al mismo tiempo le despierta resonancias de no sabe qué, como de pasos en una plaza con niebla, una amplitud del pasado en la que no interviene la memoria. El color burdeos de la ampelopsis en la tapia del jardín, el amarillo de las hojas anchas de la higuera, la llamarada roja de esa fila de arces jóvenes que hay en la mediana de una avenida próxima, el olor a tierra y hojas empapadas, las bolitas amarillas y rojas del madroño. Durante toda la noche se ha oido la lluvia. La lluvia se filtraba en los sueños, y al despertar se adentraba uno en ella, abrigado en su sonido como en la ropa de la cama, la lluvia próxima en el techo inclinado y en el cristal de la claraboya del dormitorio, mansa, asidua, una hora tras otra. Agua buena para el campo. Mi padre se asomaba cada noche al corral y miraba al cielo a ver si había esperanza de que lloviera. La gente de entonces no usaba la palabra lluvia. Mi padre se asomaba cada noche al corral, miraba el cielo despejado y movía la cabeza con desesperanza: “Está más raso que el culo de un choto”, decía.

Hay una intemporalidad de las sensaciones: el ahora mismo se parece a otros días idénticos del pasado; en el porvenir habrá toda una sucesión de noviembres. Habrá un noviembre en el que por primera vez uno no esté. No pasa nada. Otros permanecerán igual de alerta a esos sonidos, olores, colores. Por algún motivo noviembre empieza con la rememoración piadosa de los muertos.